lunes, 20 de febrero de 2012

¡Yirón, una nueva historia fantástica!

¡Señores! Es un gusto para nosotros presentarles esta excelente historia, opera prima (al menos impresa) de la joven escritora Andrea Julián. Yirón nos sumerge en una historia tanto fantástica como real en la que los personajes nos van contando acerca tanto de misterios como del folclor que la humanidad tiene sobre sucesos mitológicos y nos plantean la pregunta: ¿que pasaría si todo eso no fuera ficción?. No les cuento más porque aquí les tengo nada más y nada menos que un fragmento del libro.

Así es señores, ya existe un libro el cual pueden adquirir aquí mismo en el blog de RORISMO, lo único que tienen que hacer es mandarnos un correo a rorismo@gmail.com con sus datos (nombre, correo electrónico y ciudad), agregar como asunto Libro Yirón y nos pondremos en contacto con ustedes automáticamente para que tengan el libro de Yirón, a tan sólo 180 pesos!

Es un honor que escritores talentosos, nuevos y emprendedores salgan a la luz día con día y es por eso que abrimos este espacio en Rorismo para que ustedes puedan conocer sus obras y que poco a poco promovamos algo tan bueno como lo es la lectura.

Sin más preámbulos, ¡los dejamos con el prólogo y los primeros dos capítulos de Yirón!
¡Que los disfruten!
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Yirón



Plogo



Por el Dr. graham ColD


Si hace cuatro años alguien me hubiera contado los eventos que suceden en esta historia sin lugar a dudas le habría tachado de loco. En todos mis años de arqueólogo nunca habría imaginado encontrar algo así, ni siquiera cuando me uní al CIMET (Centro de Investigación Metafísico y de lo Trascendental).
Por cientos de años las personas hemos vivido con una venda en  los ojos, ignorantes y demasiado soberbios como para pensar que no somos más que polvo en toda la creación. El CIMET ha intentado  cambiar esta situación. Desde los tiempos del renacimiento nos hemos encargado de dar segui- miento a todas esas criaturas  que satanizamos o pasamos por alto, pero nunca habíamos tenido un hallazgo como este.
Sabíamos que en algún momento de la historia el mundo estuvo poblado por lo que conocemos como seres mi- tológicos, pero nunca supimos que fue de ellos. Si bien aún quedan unos cuantos viviendo entre nosotros, la mayoría pa- recía haberse extinguido, hasta ahora.
Yo creo que la suerte hizo que me topara con aquel aristócrata del siglo XVIII en medio siglo XXI. Apenas lo vi en ese bistró, supe que algo no era normal en él. A pesar de su apariencia mundana, tenía una energía muy diferente a la que jamás había visto en un ser humano. Le seguí durante meses y cuando estaba seguro de que le había perdido el rastro, se apareció una noche en mi oficina. A simple vista parecía un joven de no más de veintitrés años, con su pantalón de mezclilla y su camisa polo, pero apenas comenzó a hablar me quedé impresionado. Sólo diré que es el joven más educado con el que jamás haya hablado; todo un miembro de la nobleza clásica.

Para la corta edad que aparentaba, era sumamente precavido y antes de contarme nada, me pidió que le dijera todo lo que yo sabía, que a decir verdad, no era mucho. Lo poco que le pude decir fue acerca de lo habíamos descubierto hacía algunos meses en Yucatán. Uno de nuestros equipos se topó accidentalmente con un cementerio enterrado por la selva. El descubrimiento era algo sin precedentes. No sólo encontramos lanzas mayas de obsidiana con no más de diez años de edad, sino que además había armas de origen celta y egipcio; todas prácticamente nuevas, sin embargo elaboradas con la maestría de hace miles de años. Junto con estas armas encontramos esqueletos de animales que creíamos extintos y otros tantos de los que jamás habíamos tenido noticias.
Mi invitado me miró fijamente unos instantes, y cuando finalmente habló me tomaron por sorpresa sus pala- bras. No me aclaró que fue lo que encontramos en Yucatán, sino que  me respondió con una pregunta acerca de rubíes. No supe que responder.
Mi interlocutor se dio cuenta que no había sido muy específico y reformuló su pregunta. Me contó que había exis- tido un rubí único en su clase y él sabía que mi empresa tenía un archivo sobre una piedra de características muy similares. Prometió darme todas las respuestas que yo quería, a cambio de que le dijera lo que yo sabía sobre esa gema.
La piedra a la que él se refería existía efectivamente, al menos en unos manuscritos encontrados en un monasterio abandonado. Dentro de ella se encontraba  la Esencia, uno de los cuatro quid del universo. Los manuscritos indicaban que había otros tres objetos mundanos que encerraban a los quid restantes; Tiempo, Espacio y Karma. El joven  parecía realmente sorprendido de que yo le explicara todo esto, no por el hecho de que lo supiera, sino más bien porque era algo que él desconocía.
Se levantó de su silla y caminó por todo mi estudio, deteniéndose en mi librero, tomó un ejemplar del Conde de Montecristo y lo hojeó al tiempo que volvía a sentarse frente a mí. Su expresión se volvió grave y me confesó que no hacía mucho había encontrado un extraño libro que a lo mejor era parte de los quid.
Antes de contarme su encuentro con el libro, cumplió su parte del trato y aclaró todas las dudas que tenía. Se presentó a mismo, pidiendo mil disculpas por su falta de educación. Lo primero que me dijo fue que no me dejara engañar por su apariencia. Me dio el nombre de Nick Farrah, que más tarde descubrí que no era más que un alias. Para poder presentarse adecuadamente me confesó que tendría que mezclar su historia con la del lugar del que venía, cosa que no me molestó en lo absoluto.
Durante todo el discurso de Farrah yo no hice nin- guna pregunta, de algún modo él sabía exactamente lo que quería saber y si  me brotaba alguna duda, inmediatamente la aclaraba antes de que yo se la dijera, como si supiera de antemano mis pensamientos.
Los restos que encontramos en Yucatán pertenecían a las civilizaciones que tanto tiempo habíamos buscado y la razón por la que nunca pudimos dar con ellas era que no es- taban en el planeta. Lo había abandonado hacía miles de años y ahora vivían en un planeta llamado Kundralón a cientos de años luz de la Tierra. ¡Pueden imaginárselo! Todo este tiempo criticando a la humanidad por su falta de visión, cuando yo mismo tenía una venda que no me dejaba ver la verdad.
Nick continuó contándome sobre el extraño libro. Por azares del destino, me resaltó, las historias de Yucatán y la de su pequeño descubrimiento  se entrelazaban, lo que le daría más agilidad a la noche. Antes de comenzar serví algo de para poder aguantar la noche, que parecía iba a ser larga.
Todo lo que me lo hizo con las mismas palabras que usó el libro, sin agregar ningún juicio de valor ni nada. Desde que comenzó Nick me atrapó con su historia. Cada palabra la pronunciaba con  elegancia, hablando un inglés perfectoa pesar del acento francés que se dejaba asomar cuando se emocionaba. Hacía pequeñas pausas de vez en cuando para recordar todo con la mayor precisión posible y hacer énfasis en los momentos indicados.
Les dejo, mis lectores, lo que este extraño joven me contó esa noche; la noche que mi vida dio un vuelco.




Graham Cold 



Tomó el libro polvoriento de la repisa de arriba. No sabía muy bien por qué de entre todos los libros, precisamente ése había captado su atención. Las amarillentas páginas estaban completamente en blanco, sin embargo lo continuó hojeando por un buen rato.
Al momento de pasar una de las páginas se cortó el dedo y unas gotas de color rojo pintaron al viejo papel. Chupó la sangre de la herida y cuando volvió la vista al libro se dio cuenta que unas cuantas gotas habían escurrido por la hoja. Parecía como si el papel hubiera absorbido la sangre y en su lugar comenzaron a aparecer palabras. Asombrado comenzó a cambiar de página descubriendo que todas estaban escritas por una tinta color rojo oscuro. Hojeó rápidamente hasta la primera página y llevado por la curiosidad comenzó a leer…

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                  CaPítulo I Presagios


Por las calles de la capital de Sircia, desfilaba el orgulloso ejército Imperial, con los estandartes al aire, las cabezas arriba, y la alegría en el rostro. La guerra había terminado hacia no más de un mes y el triunfo se obtuvo cuando menos se esperaba gracias a la valentía de Laurier
, un oficial que, hecho preso, consiguió burlar a sus captores y  alcanzó a escuchar cierta conversación que costó la victoria al ejército de Mustafá, ex-Gran visir.
Tras la victoria, las tropas del Rey empezaron a buscar a los traidores que sobrevivieron, matándolos uno por uno, sin piedad. Si  alguien trataba de protegerlos, era condenado a muerte de la forma más humillante posible: el patíbulo.
Descartando las ejecuciones que se llevaban a cabo por montones en todo el país, la paz había vuelto a la vida de los Sircenses, después de veinte años de lucha para mantener la libertad de expresión, la igualdad, y sobre todo la corona sobre la cabeza de Eduardo VII.
Las semanas siguientes  a la victoria, se hacían fiestas en honor a los valientes que se arriesgaron, especialmente al ma- riscal Leonardo Debón Marqués de Arçon. Leonardo se ganó el afecto del pueblo al liderar las tropas en el asalto final, dejando en segundo plano a otros soldados que arriesgaron más en batalla, como Laurier.
A diferencia de Laurier, que sólo recibió una fiesta entre sus camaradas y el puesto de Teniente, el marqués era honrado con homenajes y festines. Incluso hubo quienes insistieron en hacer una estatua en su honor.
Pero todos pasaron por alto que la rueda de la fortuna da vuelta inesperadamente. Confiados de la muerte de Mustafá y de sus más fieles vasallos, no pasó mucho antes de que se dejaran las precauciones de lado, sin sospechar del peligro que acechaba en las sombras.

 La catástrofe empezó a la hora menos esperada, y por obviedad la más lógica. Eran las nueve de la noche, y la fiesta que se daba en palacio apenas entraba a su auge. El salón principal se encontraba sumergido en torrentes de alegría, gritos y risas. El recinto demostraba opulencia, con telas de damasco colgadas de las paredes, bellas alfombras de telas exóticas y candelabros de oro con pequeñas cápsulas llenas de una materia vaporosa que bañaba la estancia con una luz amarillenta.
La música era interpretada por la famosa Orquesta de Barshar, reconocida y admirada por sus piezas. Los violines y las violas eran tocados por dríades y ninfas; violonchelos y contrabajos dejaban escuchar sus notas gracias a un grupo de fantasmas; gnomos y enanos se dedicaban a los metales; Las maderas eran hábilmente tocadas por elfos y centauros; el arpa sonaba en los finos dedos de una sirena de cola dorada mientras que una elfo de cabellos plateados tocaba su lira; finalmente el piano y los instrumentos de percusión es- taban bajo la responsabilidad de un grupo de gárgolas. Todo aquello, bajo la dirección de un viejo oráculo, daba un toque mágico a la noche.
La mesa del banquete igualaba en esplendor a la música. Había enormes fuentes con filetes, pechugas, pucheros y cremas; entre éstas se  habían colocado pequeñas bandejas con quesos y vinos. La mesa de los postres estaba aparte y lucía repleta de merengues, pasteles, sorbetes y flanes.
Tan opípara comida y excelsa música eran en honor al Marqués de Arçon. Fino y gallardo hombre de treinta y cinco años, aterciopelados cabellos rubios, con un frondoso bigote que surcaba su rostro, de un blanco níveo; sus orejas pequeñas y delicadas, sufrían continuamente el asedio de sus pellizcos, maña del Mariscal para que estuvieran siempre encarnadas. Era, pues, la representación misma del Narciso, muy para re- celo de este último, que se encontraba  entre los presentes.
A las diez de la noche  todos se acercaron a la mesa. Antes de que alguien probara bocado, un rugido semejante a un volcán se dejó oír causando el silencio general. A lo lejos un destello brilló y un centenar de fuegos artificiales colmó al cielo con sus resplandores multicolores y fosforescentes que tomaron la forma de cuatro dragones. Después de dar un fascinante vuelo sobre la ciudad, se unieron para  formar un dragón todavía más grande, que, después de sobrevolar el  palacio, subió al firmamento y desapareció en una lluvia de chispas.
El silencio causado por el primer estruendo se transformó en aplausos ante tan bello espectáculo; la música volvió a so- nar, los convidados comenzaron a hablar y volvieron gustosos a la cena inconclusa, hablando y bebiendo al mismo tiempo. Entre acordes y tintineos de plata y cristalería, nadie se perca- de un joven oficial que presuroso cruzó la sala, se dirigió a la mesa principal y se acercó al Capitán Khan que se encontraba  a lado de la silla de Eduardo VII. Se trataba del recién ascen- dido Teniente Bartholomeo Laurier.
El Capitán Khan, después de recibir las palabras de Lau- rier, se dirigió disimuladamente al Rey, quien cambió súbitamente de color tras escuchar el informe y sólo asintió con la cabeza. Minutos después ambos militares salieron de la sala y una vez en el patio de armas, cuando consideraron estar fuera del alcance de oídos indiscretos, Khan pidió detalles a su guía:
—Laurier, ¿Qué fue lo que sucedió con exactitud?
—No tengo pormenores Capitán. —Contestó el joven, viendo que se acercaba un mozo de cuadra—. Simplemente le requieren en la alhóndiga.
—No le necesito por ahora, gracias. —Dijo el Capitán di- rigiéndose al mozo que se había acercado con intenciones de ofrecer sus cabalgaduras a los caballeros.
—¿Quién está de guardia? —continuó el Capitán, una vez en la calle.
—Rodentwar, señor.
Cruzaron la Explanada de Carlos XX y subieron por la avenida principal. Continuaron tres bloques más y llegaron a la Sacra Alameda, donde se encontraba la Alhóndiga de San Sivel. La alameda estaba oscura, las copas de los árboles no permitían la entrada del mínimo rayo de luna y los faroles soltaban tenues brillos titilantes, dando un aspecto siniestro al lugar.
Como medida de precaución, el Teniente llevó la mano a la  culata  de su pistola y se aseguró que nada le estorbase por si era necesario desenvainar la espada. El Capitán, por su parte, pese a ser él mismo un arma mortal, ya que bajo su for- ma humana escondía una identidad sumamente mortífera, se aseguró que nada le estorbara al tomar el pomo de la espada.
Continuaron por la alameda, con mucha más precaución que al principio, observando cada sombra, prestando atención a cada ruido. Iban a mitad del camino cuando un resplandor rojizo llamó su atención. La enorme puerta de roble de la Al- hóndiga de San Sivel, ardía en llamas.

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La Alhóndiga de San Sivel era una pieza histórica de Sircia. Fundada a finales del siglo XVI por el cardenal Xavier de Sivel; ilustre hombre, que si bien fue alabado por sus amigos, fue temido más que odiado por sus enemigos, a los que encerraba en las mazmorras que mandó incluir en el complejo expresamente para tan oscuro propósito; aparte de eso, la alhóndiga era su humilde morada. Al morir el Cardenal, y no haber ningún heredero, el edificio quedó desierto, permaneciendo como única prueba de que alguna vez estuvo habitada, los huesos de los prisione- ros que se guardaban en las mazmorras.
Estando el lugar deshabitado pronto todas sus galerías y habitaciones se llenaron de alimañas, reinando entre to- das, los Pukas. Estos pequeños seres pronto se deshicieron  del resto de las criaturas que habitaban en la mansión y se volvieron los amos y señores de las ruinas.
A finales del siglo XVIII, el rey Eduardo VII subió al trono y  empezó una remodelación de la ciudad entera. Mandó enjarrar y  reconstruir edificios y dedicó más de año y medio en reparar la ruinosa casa de Sivel. No ha- llando que hacer con la titánica construcción, la pusieron en subasta.
Cientos de aristócratas, asistieron a la fecha fijada con el mismo objetivo: ganar una casa que normalmente  les cos- taría una fortuna, por un módico precio. La ganadora fue la Marquesa de Pernall, caritativa mujer que convirtió la casa de Sivel en una casa hogar. Así pasó a ser, “El Refugió de Santa Pernall”. Tres años después, la Marquesa tuvo que cerrar su orfanato; quedando De Sivel, nuevamente deshabitada.
Después, a inicios del siglo XIX, con la guerra civil de los veinte años surgió la necesidad de armas y municiones a granel, y con ella la necesidad de almacenes. En un prin- cipio se utilizaron los cuarteles, pero pronto se llenaron y aparte eran un lugar inseguro para tantas armas, así que tuvieron que buscar otro lugar. Se comenzó a guardar el armamento en búnkeres y almacenes subterráneos, hasta que finalmente alguien recordó al Cardenal Sivel y sugirió su vieja casa como una opción.
La fortaleza resultó ser perfecta; sus cámaras eran am- plias, secas y frescas, justo lo necesario para guardar armas y pólvora. Así, después de tapiar ventanas y puertas inne- cesarias, el orfanato de Santa Pernall cambió su nombre por el de La Alhóndiga de San Sivel.

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Aun sabiendo el contenido del complejo y las consecuen- cias que podría acarrear una explosión, los dos soldados sólo apuraron el paso un poco. En la verja de entrada, un par de soldados hacían la guardia acompañados por un par de nagas. Las enormes serpientes dejaban pasar a hombres y toda clase de criaturas cargando cubetas de agua, mangueras y tinas.
Los soldados les salieron al encuentro y el par de nagas se prepararon para abalanzarse sobre ellos, pero una voz estri- dente los detuvo en el acto. 
—Capitán Khan, Bartholomeo, que alivió que hayan lle- gado. —Dijo el Cabo mientras se trataba de limpiar las ceni- zas del cabello rojizo.
—Rodentwar, su reporte. —Demandó el Capitán.
—Capitán, alguien ha hecho explotar la puerta de la al- hóndiga.  Se ha intentado encontrar evidencia, pero no hay nada. En los almacenes todo está completo, todo el papeleo de la oficina parece intacto… No por qué razón la hicieron estallar; no hay muertos, sólo tres heridos que pasaban cerca al momento de la detonación.
—¿Sabe de dónde salieron los fuegos artificiales?
—No Señor, los vimos, pero pensamos que eran parte de la celebración.
—Pues no lo eran; nadie ordenó tal cosa, incluso Su Ma- jestad estaba atónito.
—¿Capitán?
—¿Sí Teniente?
—Si me permite opinar, la única explicación lógica que existe es que este percance sólo ha sido un señuelo...
—Continúe. —Dijo su superior.
—El verdadero blanco debe ser alguien que esté a mayor escala; por ejemplo, el responsable de la caída de Mustafá…
—¿Se refiere al Marqués? pero eso no es posible, el Marqués es inalcanzable mientras se encuentre en el salón —dijo Rodentwar.
—Lo sé, pero el Marqués se retira temprano de toda fiesta a la que va.
—Tal vez por ser la fiesta en su honor decida quedarse.
—No lo creo, —dijo el Capitán—, además, no quiero co- rrer riesgos. Luciano, acompáñeme a la alhóndiga, quiero ins- peccionarla por cuenta propia; Teniente, tome diez hombres y marche a custodiar al Marqués.
Laurier se despidió y cruzó la verja, para después salir al mando de diez caibcanos bien armados, a los que condujo a través de la alameda, seguido por las miradas de los otros dos. Cuando Laurier hubo desaparecido en la oscuridad de la noche, Cabo y Capitán entraron en el complejo, mientras que los soldados que habían interceptado al Teniente y al Capitán volvían a su sitio.
Registraron sala por sala, bóveda por bóveda. Después de tres  extenuantes horas sin encontrar problemas decidie- ron regresar al palacio LaPalace, para relevar en su guardia al Teniente. Dejaron treinta hombres a cargo de la alhóndiga, mientras que ellos se llevaron quince.
Llegaron al patio de armas de LaPalace a las tres de la ma- drugada. La fiesta había llegado a su fin y un silencio sepulcral cubría el lugar; y de pronto, rompiendo el manto del sosiego nocturno, una detonación se dejó oír.





CaPítulo II

osCuro PorvenIr



Cuando el Teniente entró al gran salón, se enteró de que, efectivamente, el Marqués se había retirado a sus aposentos, así que no  le quedó de otra más que ir a buscarlo y rogar porque no fuera demasiado tarde. Las habitaciones  de Arçon se encontraban en el ala oeste del palacio, retiradas del salón principal y del patio de armas por corredores y habitaciones.
Al llegar al aposento de Arçon, se presentó ante el adormilado paje que entreabrió la puerta. Al saber que se trataba del Teniente de caibcanos de Su Majestad, el paje le hizo pasar al recibidor donde lo instaló mientras iba a anunciarle ante el Marqués, quien se encontraba con una joven y bella dama de piel blanquecina, con la cual charlaba animadamente en un sofá. Al lado tenían una tetera y un par de tazas.
—Monsieur, —dijo el paje inclinándose— el Teniente de la guardia caibcana de Su Majestad le busca.
—Muy bien… y dígame ¿ha habido noticias de mi esposa?
—Sí Señor, llega mañana por la mañana.
—Muy bien… Haga pasar al Teniente.
El paje se retiró y regresó acompañado del joven con som- brero en mano.
—Retírese. —Ordenó Arçon a su siervo—  ¡Vaya! Pero que veo, Bartholomeo Laurier, —dijo dirigiéndose al Teniente— justo de quien le hablaba a madame Albricht. Dígame qué le trae por acá caballero.
—Buenas noches Mariscal, lamento interrumpirle, no sa- bía que tenía compañía, pero vengo con órdenes de custodia.
—¿Custodia?
—El Capitán Khan tiene sus motivos para sospechar que se atenta algo contra su persona.
—No veo razón para ello… pero está bien, el viejo Khan siempre sabe lo que hace. —contestó el aristócrata.
—Bien, sólo quería enterarle. Ahora, si no le molesta estaré en el corredor, si algo se le ofrece, no dude en llamarme y si le parece, cuando la dama se marche, —continuó el Tenien- te haciendo una inclinación de cabeza a la mujer—, pasaré a hacer guardia a la estancia. —Terminó diciendo mientras volteaba al balcón que tenía la puerta abierta de par en par—. Y si su esposa llega, con gusto mandaré a una escolta por ella. Esto último lo dijo sólo para ver la reacción del Marqués y su acompañante pero ninguno de los dos expresó nada.
—Muy bien Laurier, le veo tan decidido que es una pérdi- da de tiempo invitarlo a cenar, ¿no es así?
—Sí Señor. Provecho y con su permiso.
El Teniente hizo otra reverencia y salió a donde lo espe- raban sus hombres. A cinco los mandó a un extremo del co- rredor y al resto al lado opuesto, así estaría controlado quien entraba y quien salía. Él se quedó a lado de la puerta haciendo guardia.
Al Teniente no le agradaba mucho el Mariscal, porque so- lía exagerar sus hazañas creyéndose mejor que el resto sólo por ser rico y tener sangre élfica en sus venas.
Ya era de madrugada cuando la mujer salió y el Teniente, como había acordado, entró en la habitación que se encontra- ba sumida en la más profunda oscuridad y se alegró al com- probar que el Marqués había decidido irse a su habitación en lugar de pretender charlar con él.
Pasó el tiempo sin ningún acontecimiento interesante. Rendido,  el Teniente se tendió, cuan largo era, frente a la puerta. Acababa de cerrar los ojos, cuando sintió un agudo dolor en la espalda. Como activado por un resorte se incorpo- al tiempo que la puerta volvía a sacudirse.
Sabiendo que no aguantaría mucho, la atrancó con una silla y llamó insistentemente a la puerta del noble tratando de hacer el menor ruido posible, para evitar que le escuchara quien quiera que estuviese afuera. En cuanto la puerta se abrió se coló dentro, sorprendiéndose de encontrar al Marqués bien despierto y todavía vestido.

—Pero Teniente, ¿A qué se debe tanto alboroto?
—No hay tiempo de explicar, —dijo el joven—, tome su espada y una pistola, si es posible dos.
—¿Qué? —Respondió alarmado el Marqués al ver que el oficial deshacía su cama y se dirigía a la estancia con una ma- deja de edredones y cobijas.
El Teniente salió al balcón seguido de Arçon y se asomó para ver si había peligro; abajo había unos veinte hombres, to- dos armados y de casaca naranja tostado; el uniforme rebelde. Viendo su tentativa de escape frustrada, dejó las cobijas en el balcón y volvió a la estancia. Al tiempo que entraba, la puerta recibió otro golpe, y esta vez cedió.
—Rápido, detrás del sofá. —Gritó el Teniente, al tiempo que desenfundaba sus pistolas.
En el umbral de la puerta aparecieron  seis hombres, todos vistiendo la casaca color tinto de la guardia caibcana.
—¿Qué sucede aquí? —Gritó imperioso el Teniente Lau- rier.
—Lo siento, cambio de planes. —Replicó burlón un sol- dado de apellido Bastone, según recordaba Laurier.
Sin previo aviso el soldado dio un tiro que despojó a Lau- rier de su sombrero. El balazo de Bastone fue respondido por tres de mayor  precisión, dejando a dos hombres muertos y otro más herido gravemente. Sin hacerse esperar, Bastone em- bistió furibundo al Teniente, seguido de sus compañeros que fueron interceptados por el Marqués, que había conseguido hacerse de su espada.
La destreza y agilidad del joven Teniente agotaron rápida- mente a Bastone y Laurier, al atacarlo, golpeó certeramente un botón de la casaca, haciendo que su espada resbalara y penetrara limpiamente la garganta de su adversario.
Por su parte Arçon le había dado esquinazo a otro más. El traidor restante, al verse solo salió huyendo; el Teniente se proponía seguirlo, cuando el Marqués le detuvo.
—Teniente, ¿escucha usted pasos?
—Tiene razón. —Afirmó asomándose al balcón mientras desempolvaba su sombrero. Comprobó que los hombres que habían estado apostados bajo ellos se habían ido, excepto unos cuantos que hacían guardia—. Lo mejor será que nos marche- mos, no creo que esas botas sean de nosotros.
—Deberíamos cerciorarnos.
—Bien. Permanezca aquí, si oye tumulto y no he regresa- do, corra. —Advirtió y salió de la habitación.
Sigilosamente, el Teniente llegó a la esquina del pasillo, donde yacían los cuerpos de dos de sus subordinados. Usando la espada como espejo, pudo ver una decena de soldados, todos con casacas naranjas.
—¡No puede ser! Tengo que sacar al Mariscal de aquí. Con el  mayor  sigilo regresó a la habitación, con pocas
palabras enteró al Marqués y ambos salieron, emprendiendo
carrera en sentido opuesto al de sus perseguidores.
Desgraciadamente, al llegar al final del pasillo, ya les es- peraban otros diez hombres. Al intentar regresar se vieron cercados por ambos lados y a pesar de la desventaja en que se encontraban ante las decenas de adversarios, ambas espadas relucieron fuera de sus fundas en cuestión de segundos.
—Hagamos esto fácil, —dijo uno de los soldados—, si el Mariscal, su alteza de Arçon, accede a acompañarnos  pacífi- camente, al señorito Laurier no lo matamos y le damos una buena estocada para que pueda justificar el rapto de su alteza.
—Agradezco su altruismo, pero no soy digno de tal honor. En cambio si accede a cruzar su espada conmigo, gustoso le aceptaré e incluso lo mataré rápido, para que no sufra tanto.
—Dijo el Teniente haciendo una exagerada reverencia.
—Bien, como quiera, pero lamentará el día en el que entró al servicio.
—Y usted el día en el que nació, —contestó altanero Laurier, al tiempo que hacía una diestra pirueta con la espada.
—Eso me recuerda otra opción. Nos entrega al Marqués,
—declaró el Soldado, irritado por la frescura del Teniente, al tiempo  que jalaba un bulto hacia y lo encañonaba—, o la señorita Albricht ira expresamente a avisar su llegada al Tártaro.
—¡Camile! —Dijo Arçon dando un paso hacia el frente, al tiempo que Laurier apretaba indignado la empuñadura de su espada.
—¡Maldito entre los malditos!  Ya es indigno de un caba- llero acorralar con su tropa a dos hombres solitarios; pero es una bajeza chantajear con la vida de una dama. ¡En guardia!
—No Laurier —dijo el Marqués poniendo su fina mano sobre la fría espada del impetuoso joven.
—¿Qué? Pero Marqués… Mariscal… señor...
—Baje el arma. Es una orden —se limitó a decir el Maris- cal, después dio un paso al frente, tomó su espada, partió la hoja sobre su rodilla y lanzó los pedazos lejos de sí. El Tenien- te, más frío y menos melodramático, sólo enfundó la suya.
—¿Ve Laurier? La fuerza bruta no arregla las cosas, ya de- bería saber eso. ¿Por qué no puede ser más razonable? —Dijo el bellaco apuntando su arma al Marqués—. Ahora Mariscal háganos el honor de acompañarnos, y usted “Teniente” entre en el gabinete que está a su derecha, donde mis compañeros le amordazaran.
El Teniente, con la llama de la ira viva en los ojos, volteó rápida y discretamente en torno suyo, para después fijar sus penetrantes ojos grises en los de Arçon.
—Obedezca. —Fue la única respuesta de su superior.
En silencio, y algo decepcionado, el joven oficial giró sobre sus talones para dirigirse a su celda. No había dado siquiera dos pasos cuando, rápido como bólido, giró sobre y sacando su pistola asestó un tiro a la cuerda que sujetaba un cande- labro que pendía sobre ellos haciendo  que se desplomara y cayera sobre la mitad de la tropa. 
Al instante seis soldados le cortaron el acceso al Marqués, permitiendo a su jefe huir con él, la Condesa y varios soldados más como escolta. A pesar de la posición tan desfavorable en la que se encontraba, Laurier enfrentó a sus oponentes, de los cuales cayeron dos atravesados. Entre el resonar del acero se alcanzó a escuchar un murmullo que pronto se convirtió en el resonar de una multitud de botas.
—¡A caibcanos!  ¡A mí! —gritó Laurier mientras atra- vesaba a otro oponente, aliviado de que la ayuda llegara tan oportunamente.  Segundos después, el Capitán, seguido de Rodentwar y sus hombres, doblaron la esquina del corredor. Al verles, bien armados y frescos, los soldados restantes salie- ron a escape. Seguidos de cerca por Laurier.
—¡Teniente!
—¡Capitán, tienen al Marqués y a la Condesa! —Alcanzó a decir  el  joven, que en ese momento desaparecía tras una esquina.
—¡No se queden ahí parados! —Gritó el Capitán con un rugido ronco a sus soldados—. ¡Tras ellos!
Siguieron los pasos de los fugitivos y guiados por el ruido de armaduras y vasijas que los hombres tiraban para entorpe- cer el paso de sus cazadores, llegaron a una sala oblonga, don- de el Teniente yacía inmóvil. La espada le colgaba de la mano izquierda, que no hacía mucho había sido la responsable de varios pechos atravesados.
—Teniente, ¿Qué pasa?
—Capitán, han desaparecido, en la sala no hay más salida que la puerta por la que acaba de entrar. —contestó sofocado Laurier, al tiempo que enfundaba.
—¡Rápido! Registren el área; cada tapiz, tapete y cortina. Si hay algún pasadizo, ¡Tenemos que encontrarlo! —ordenó el Capitán.


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LaPalace era famoso por su arquitectura, sin embargo, las bellas escalinatas y columnas eran ofuscadas por la in- trincada serie de pasadizos que recorrían al palacio y a la ciudad misma. Este intrincado complejo había sido desa- rrollado por el aclamado  arquitecto Constantini de Fra- ggola.
El rey Francisco III, abuelo de Eduardo VII, se había casado con la duquesa Mara de Gorgón, del país vecino. Cabe destacar que Francisco se casó con ella por mera es- trategia, sin ningún aspecto sentimental. No pudiendo dis- frutar y menos amar la presencia de su mujer, descendiente directa de las gorgonas, mandó a Constantini construir un pasaje entre su habitación y la de su prima, una bella elfo de tez blanquecina y rubios cabellos.
Al rey le gustaron  los resultados y, caprichoso como era, mandó a Constantini construir una verdadera encrucijada bajo la ciudad, para  poder escapar en caso de revueltas. En cuanto a su mujer, murió misteriosamente dos meses después de su matrimonio y la prima fue desposada por Francisco una semana después. Pero volvamos a lo que nos atañe.

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Por más que buscaron tras tapices, bajaron posibles resor- tes y peinaron cada palmo de la habitación, no encontraron nada. Mientras, el Capitán interrogaba al Teniente.
—Uno era un soldado, que estoy seguro de haber visto en la guardia y los otros eran minotauros y faunos, creo, así que no me explico cómo desaparecieron tan rápido.
—Lo más seguro es que…
—¡Oh, si tuviera aquí a Constantini le atravesaría de una estocada! —vociferó Rodentwar interrumpiendo accidental- mente al Capitán.
—Tranquilo, no desespere... Luciano ¿Qué está pisando?
—Dijo el Capitán.
Bajo la bota del cabo había una baldosa, como era de espe- rarse, pero esta se veía en relieve con las demás, formando un pequeño desnivel.
—Levante la bota.
Al instante en el que Luciano Rodentwar se desprendió del suelo, las baldosas se separaron, dejando descubierta una escalinata.
—Bien hecho Cabo —le felicitó el Capitán Khan.
El Capitán bajó primero, seguido de Rodentwar y la tro- pa. Laurier cerraba la comitiva. Al no contar con algo que les alumbrase, iban a tientas, pendientes de cada sombra.
Subieron, bajaron, doblaron esquinas por lo que les pa- recieron horas. De pronto pisaron tierra húmeda y un pene- trante olor a algas y agua estancada invadió el aire. Conforme avanzaban por ese nuevo túnel  la oscuridad se tornaba en penumbra, lo que les permitió ver que se encontraban en las alcantarillas.
Sentían el batir de alas sobre su cabeza y el pasar de ratas sobre sus botas. Continuaron pegados a la pared, por la estrecha banqueta que corría a lo largo de ese único conducto y que terminaba en un río de aguas verdosas. Al llegar ahí, no les quedó más opción que adentrarse al afluente, que en algu- nos puntos les llegaba a la cintura. Avanzaron entre bancos de algas y ajolotes; ya veían el final del túnel cuando la sombra de una antorcha, que ardía en un pequeño nicho en la derecha, se proyectó sobre la pared vecina.
Al llegar frente al nicho vieron como la punta de una capa desaparecía en un boquete hecho en el techo del conducto, de donde pendía una escalera a la que uno de los Sargentos se precipitó en subir. Apenas hubo desaparecido se escuchó una detonación y el cuerpo del  soldado cayó estruendosamente sobre el agua; sin vida. Cuando el agua dejó de salpicar, volvió el mismo silencio sepulcral de antes.
Advertidos del peligro, se refugiaron en el conducto prin- cipal,  sólo quedó Rodentwar, quien lanzó una granada por el boquete. Al instante un humo denso de color plata bajó, dando la señal de que se podía subir. Rápidamente, todos los soldados llegaron a la superficie protegidos por el escudo que había activado Rodentwar. Ante ellos aparecía un hangar, vie- jo y casi en ruinas. Lo único que desentonaba con el lugar era una enorme nave de guerra que comenzaba a prender los motores de combustión plasmática.
Los tres fugitivos que se quedaron de guardia en la alcan- tarilla, al  ver que sus enemigos les aventajaban en número, decidieron correr a la nave que comenzaba a levantar la pla- taforma de acceso. Sólo lo logró el primero, el segundo fue abatido por la tropa del Capitán y el tercero fue herido en una pierna por Laurier.
Al ver el campo libre, trataron de alcanzar la nave para detenerla. Si Rodentwar lograba colocar un pequeño dispo- sitivo en la turbina de reacción cristálica, todo el sistema se colapsaría.  Así que, armado con el equipo necesario, montó en un deslizador de carga junto con el Capitán y pronto se encontraron planeando al lado de la nave que se dirigía a la pista de despegue.
Con la mano temblorosa, el Cabo comenzó a manipular el aparato. Cada vez la nave aumentaba más y más su velocidad, y de no activarlo antes de que despegara, todo habría sido en vano.
Se mecía con las manos su rebelde cabellera roja, mientras trataba de recordar la contraseña de acceso y la clave de orden.
—6-2-6-1-9-9-1 —Se repetía a mismo mientras sentía que se alejaban cada vez más de la turbina.
—¡Rápido Cabo, nos quedan menos de diez segundos! — Apuró el Capitán.
—¡Lo sé, Señor! —respondió Rodentwar mientras se se- caba el sudor—, pero los comandos no responden, Alguien o algo está interfiriendo con el funcionamiento del sistema, la sonda parece rastrear ondas telequinéticas!
—¡Luciano, tenemos que marcharnos, esta cosa nos hará volar en cualquier…!
No bien hubo terminado la frase, la turbina comenzó a emitir un zumbido y el hipervuelo dio inició. Poco a poco la vista del Capitán se fue desvaneciendo.


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—¡A un lado! Déjenlos respirar. —Se escuchó la imperiosa voz de Laurier.
—¿Teniente? —Interrogó el Capitán Khan que trataba de levantarse.
—Señor, los perdimos. Iniciaron hipervuelo antes de tiempo, para este momento se han de encontrar a varios años luz de aquí.
—¿Teniente, notó alguna energía telequinética?  —Preguntó el Capitán con mirada escudriñante.
—No…no… no señor. Bien sabe que ese tipo de campos son muy poco frecuentes.
—Bien. Interrogue a los prisioneros. Hay que averiguar a dónde  se  llevaron al Marqués. Contacte a la Federación Universal Galáctica  y a quien sea necesario; embajadores, traficantes, espías; cualquiera que sepa sobre la llegada de na- ves ilegales a cualquier sistema. Tome como  referencia que se trata de una nave de guerra; por lo que tienen  pensado viajar una larga distancia. Llame al general, a los ministros y a Su Majestad, tengo que darles el informe de la situación. Los demás, rápido, inspeccionen el perímetro. No estamos en nin- gún simulacro señores, estamos ante una bomba de tiempo que quien sabe cuál será el resultado de su explosión.


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Primera Edición, Julio 2011
D.R. © Andrea Magdalena Julián
Guadalajara, Jalisco, México.


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