martes, 26 de junio de 2012

Skitia; Tierra escondida. (Parte 1)


Una tarde tranquila en la ciudad de Guadalajara, un domingo caluroso en compañía de la familia y una comida tradicionalmente tapatía. El mariachi, el tequila y los lonches ahogados escurriendo de salsa picante en los platos de cada comensal. Un convivio hermoso, donde cada uno de los miembros de tan extensa familia disfrutaba de cada broma del Tío Rafa a sus sobrinos e hijos. De cada experiencia del Tío Arturo, en los vinos, los platillos, y las grandes mujeres que un día pasaron por sus sábanas; claro, todo esto se hacía en voz baja, no quería que la Tía Sabella provocara otro reverendo circo enfrente de Emilia, su ahijada. Del irónico Abuelo Felipe Mazzocco y el cariño de la Abuela Gracia y sus maravillosos sopes de queso y frijoles. De las borracheras de la Tía Angélica y la Tía Moni, las mas chicas. Pinta para ser un inolvidable domingo, no siempre encontramos a todos aquí comiendo, platicando y bebiendo como cuando eran solo los tíos. La Tía Yolanda estaba muy molesta, sus tres sobrinos, que más que Luis y Rafael, Roberto era quien la hacía molestar tanto por su informalidad ante estos eventos familiares, pues eran los únicos que faltaban en todo el convivio familiar. Al verla solo se le veía el ceño fruncido diciéndole infinidad de cosas al Tío Rogelio, quien muy relajado y tranquilo, solo le decía que disfrutara de la compañía de su familia, que él no podía hacer lo mismo ya.
Se hacía tarde y ni una señal de Roberto para subir al carro y partir rumbo a la comida con sus abuelos, que tanto tiempo ya sin verlos, desesperaban por su llegada al dominical banquete de cada mes. __ ¡Beto! ¡¡BETO!!__, Luis gritaba desde la calle con un tono enfurecido y desesperado por ir a comentar su última conquista con el Tío Arturo; no podía esperar a recibir un apapacho de su seductor tío y  ser aconsejado más y más sobre las mujeres. Rafael, el más grande de los tres primos tan bien parecidos, esperaba tranquilo desde la lujosa camioneta color vino, una elegante máquina que al ser tan lujosa, no podía dejar de lado lo varonil y atractivo para cualquier mujer de las colonias más privilegiadas de la zona metropolitana. __ Ve a buscarlo, no creo que esté dándose prisa, sabes que estará leyendo acerca de ese bosque, como siempre__. Le dice Rafael a Luis, con un tono tranquilo y relajado, con esa voz masculina que caracteriza a la familia de los Mazzocco.
Roberto, un chico introvertido que no suele ir a muchas fiestas, sin embargo, prefiere beber cerveza y fumar hierba leyendo y viendo películas dentro de su habitación. Hábitos raros para un Mazzocco. Una de las familias más privilegiadas en la zona metropolitana y de las más reconocidas dentro de la clase social. Sus mansiones, sus carros, sus ranchos, y sobre todo sus integrantes masculinos, tan bien parecidos. Roberto, apasionado por la música y el arte, no era muy bien visto dentro de sus primos, todos generalmente vestían con ropa de marca, él solo prefiere vestir sencillo y tratar temas más interesantes que hacia dónde sería el próximo viaje de verano, si a Bruselas o a Nueva Zelanda. Pero últimamente, el más joven de los tres primos adolescentes se había interesado más en una pequeña leyenda urbana, olvidada ya por los habitantes de la ciudad de Guadalajara. Donde se cuenta la historia de un túnel. Un pasaje que lleva desde el bosque de La Primavera, hasta una tierra paralela dentro del espacio y el tiempo del mundo como lo conocemos. Skitia. __“Che cosa stai facendo? Abbiamo tempo di attesa”__. Luis, desesperado y gritando, irrumpió en la habitación de Roberto, quien preparaba sus cosas más importantes para ir a la comida de su familia, todo empacado en una mochila gris y desgastada. Luis, muy anonadado, pregunta Luis con un tono muy temeroso y preocupante __ ¿Para qué es esa mochila?__ No me perderé la oportunidad de escaparme de la casa del abuelo para empezar con mi aventura a “Skitia”__. Contestó Roberto muy seguro y motivado de que podría encontrar ese pasaje a un mundo totalmente alterno al que hoy en día conocemos. __No puedo creer que sigas con estas estupideces de niños, en un mes nos vamos a Estocolmo y aún no compras ropa de moda, ¿Quién te crees?__. Luis estaba enfurecido, no soportaba la inmadurez de Roberto, cada vez que él hablaba de Skitia, Luis se ponía de pie; prefería hablar por teléfono con su novia Samanta, -quien ya esperaba fastidiada en la casa del abuelo- que escuchar cuentos para niños de cuatro años. Pero Roberto confiaba en que Skitia, realmente existía. 

domingo, 24 de junio de 2012

Bajo los ojos del diablo


Bajo los ojos del diablo

Por: Germán Ortega y Noé Rodríguez


Ahí estaba Santiago, postrado sobre una destartalada silla en la cabecera de la rústica mesa gastada en el centro de la pequeña habitación de su casa, las paredes estaban desgastadas y enmohecidas, el suelo se limitaba a estar formado por antiguas losetas  de canteras cuarteadas, un pequeño candil colgado sobre la mesa daba una iluminación tan tenue que daba la sensación de ser siempre de noche aunque uno se encontrara  a mediodía debido a que el comedor se encontraba en el centro de la casa y no había ventanas cerca. El aroma de la habitación era una mezcla de humedad y de la caliente paella que se encontraba en la mesa vaporando aún.

El pequeño niño daba lentas y torpes cucharadas al tazón que contenía la paella; cada que hundía la manchada cuchara al platillo, su mano daba un recorrido indeciso hacia su boca y masticaba desganadamente la comida mientras miraba sin ánimos de atención el vaso de agua que se encontraba a su derecha. Su madre estaba parada al otro extremo de la mesa, era una mujer joven y hermosa aún, su pelo era castaño y ondulado, sus ojos cafés resaltaban bajo la opaca luz del candil y su madura pero sensual figura se dejaba ver a través del vestido delgado que usaba cuando hacía labores domésticos, sus casi perfectos senos junto con sus hermosas piernas atraían las miradas lujuriosas de muchos de los habitantes del pueblo, después de todo, aún estaba en sus treintas.

¿Era un regaño o sólo pláticas vagas lo que su mamá trataba de decirle? Esa pregunta pasó durante un momento por la mente de Santiago mientras seguía comiendo, volteó a ver a su madre lentamente y su ella hizo una pausa repentina, él nunca se tomaba la molestia de poner atención a lo que acontecía a su alrededor así que fue un agradable impacto para su madre que éste le pusiera atención después de todo, pero el niño sólo se limitó a volver la mirada a su plato y volver a ignorarla; de pronto soltó la cuchara con un signo de molestia y descuidadamente se empujó hacia atrás para recorrer la silla, se dirigió hacia la puerta sin voltear atrás y la abrió de golpe, se quedó parado durante un par de segundos mientras escuchaba los sollozos de su madre, no la odiaba pero extrañamente en su interior no se produjo remordimiento alguno, continuó caminando y la puerta se cerró detrás de él, caminó por el pasillo que daba a la puerta principal y de igual forma salió sin preocuparle dejar a su madre destrozada por el rechazo de su único hijo.

El sol golpeó los claros ojos de Santiago haciendo que los entrecerrara para evitar encandilarse completamente, era un niño delgado y de estatura algo baja en comparación con otros chicos de su edad, su cabello castaño no era muy largo pero alcanzaba a rozar sus cejas, estaba ligeramente despeinado pues nunca prestaba demasiada atención a su apariencia, algo típico en alguien de su edad, tenía una pequeña mancha de nacimiento en lo alto de su respingada nariz, vestía un corto pantaloncillo café, una camisa blanca de manga corta, descuidada ya por tantas lavadas fajada en dicho pantaloncillo, calzaba unos botines cafés raspados y desgastados. Comenzó a caminar por la polvorienta brecha hacia la vieja granja abandonada del pueblo donde siempre se encontraba con su amigo Pablo, la única persona que lo entendía y acompañaba en sus ratos difíciles.

Desde pequeño había descubierto que el mundo era algo ajeno a él, había sentido el rechazo de los otros niños y gente con la que alguna vez convivió, algunas veces se sentía demasiado triste y no sabía la razón, también se sentía muy molesto y desesperado sin entender el motivo, lo único que podía recordar era que otros niños lo molestaban y lo lastimaban cuando él sólo trataba de aislarse; el único que siempre lo había apoyado era Pablo, siempre Pablo, esa era la razón por la cual Santiago lo veía como un hermano. Cuando lo vio sentado sobre una gruesa llanta de tractor escarapelada sonrió como pocas veces lo hacía y le dio un fuerte abrazo, sin duda las dos semanas sin verse los habían echo extrañarse mutuamente.

- ¿Qué pasa Santi?, tu madre me ha dicho que habías enfermado de gravedad ¿Todo bien?. Le preguntó Pablo enérgicamente mientras caminaban sacando piedritas del camino con una vara de madera por la antigua granja.

- Si pues todo ha sido una exageración de mi madre, tan sólo tuve calentura y algunos dolores de cabeza pero ya me siento mejor. Respondió de manera desganada pero atenta a su amigo, se estaba acercando a la viejo pozo de agua que ahora se asemejaba más a una grieta ya que se había estado desgastando de tal manera que un pedazo entero del aro de piedra había desaparecido por completo.

Era la primera vez que se acercaban a esa zona ya que hace un par de años había ocurrido un grave accidente en el pozo el cual involucraba a un pequeño niño y la gente anciana del pueblo comentaba que en ese lugar habitaba algo extraño, supersticiones seguramente pero eran suficientes para ahuyentar a toda la gente que vivía en aquella tradicional localidad española. Durante mucho tiempo los dos niños evitaban acercarse al pozo pero ese día su plática no les había permitido darse cuenta que estaban a sólo unos pasos de ese viejo patio en donde se habría de repetir otro fatídico accidente.

- Sería bueno asomarnos a ver al viejo del costal ¿Eh Santiago? Comentó en un tono entusiasta Pablo al mismo tiempo que se acercaba cuidadosamente al pozo; Santiago lo miró, le echó una breve sonrisa mientras se encogía de hombros y se acercó tímidamente hacia donde se encontraba su amigo. Se asomaron recargándose en las orillas del aro de piedra que aún se sostenía alrededor del pozo. – Oiga señor costalero, ¿Está ahí?, ¡vamos, hemos venido a saludarlo. Le gritaban los niños al fondo del pozo mientras reían burlonamente.

De pronto Santiago sintió un escalofrío en su nuca y un impulso lo hizo voltear hacia atrás rápidamente, vio a unos cuantos centímetros de él a uno de los niños que siempre lo molestaba en la calle, trató de gritarle a Pablo para advertirle pero la sorpresa lo enmudeció y de su boca solo salieron  ligeros gemidos, no pudo hacer nada mas que abrazar a su amigo fuertemente y ver como el malicioso niño los empujaba vigorosamente al fondo del pozo.

Cayeron los dos amigos soltándose al iniciar la caída, no podían distinguir mucho en la creciente oscuridad, de repente Santiago pudo distinguir el fondo del pozo, no habían grandes cantidades de agua, en su lugar habían pequeños charcos, lodo y piedras aplanadas húmedas. Primero cayó Santiago, su pierna recibió el impacto y de pronto en su interior pudo escuchar como el hueso se quebraba como se quiebra una rama de árbol, también recibió un fuerte golpe detrás del oído al caer por completo, pequeños brotes de sangre comenzaron a aparecer por su cuello. Segundos después cayó Pablo, su cuerpo se había volteado y su cabeza recibió el impacto, su cuello crujió y al caer por completo, su cuerpo tuvo unos pequeños espasmos antes de quedarse completamente inerte, había muerto.

Santiago trató de levantarse al ver a su amigo yaciendo en el suelo pero su pierna se dobló como una hoja de papel y echó un estruendoso grito que resonó en la bóveda subterránea, cayó de golpe y se arrastró hacia Pablo, -Pablo, responde, ¿estás bien?, Pablo por favor, abre los ojos. Gritaba mientras las lágrimas brotaban de sus ojos, abrazó el cuerpo de su amigo y vio como su rostro inexpresivo dejaba claro que ya no se encontraba con vida.

-¡Maldito hijo de puta! ¡Mira lo que has causado! Gritaba desconsoladamente al agujero de luz que se veía varios metros arriba esperando ver al mal nacido que había asesinado a su mejor amigo, no pudo verlo ni escucharlo; ya era cerca de mediodía cuando el dolor de su pierna era casi insoportable, sabía que tenía que acomodarla de alguna forma, ya había dejado el cuerpo de su amigo en paz desde hace una hora después de haber llorado y gritado hasta enronquecer.

Estaba sentado observando su pierna cuando escuchó una risa ronca proveniente de la oscuridad, -¿Quién anda ahí?, ¿Eres tú hijo de puta? Preguntó Santiago, en su voz se podía notar el miedo y el dolor que en ese momento sentía. Una voz grave y ronca le respondió burlonamente, -¿De quién hablas? ¡Mi madre no es una puta!, creo que ni siquiera tengo una madre a la cual puedas insultar. Continuó riendo mientras Santiago volvía al cuerpo de su amigo y se ponía encima de él como si lo estuviera defendiendo, -De Pablo no te preocupes, ya poco le puede pasar al pobre desgraciado. Dijo la voz burlándose del pobre Santiago.

-¿Quién eres?, ¿Cómo sabes que se llama Pablo? Santiago sentía en su interior una mezcla de miedo e impotencia, no tenía idea de quién lo observaba en la oscuridad ni qué planeaba hacer con él.

-Tranquilo Santiago, los conozco muy bien a ambos, los he escuchado cuando vienen aquí tan seguido desde hace mucho tiempo, realmente me intrigaba saber si alguna vez acabarían aquí como el otro muchacho hace unos años, sé que no es nada cortés hablar desde las sombras, me mostraré a ti pero no quiero que vayas a intentar nada estúpido ¿vale?- dijo la grave voz con un tono discretamente alegre y de pronto una figura no más grande que Santiago se dejó ver entre la penumbra, era delgado pero no figuraba en él debilidad alguna, era pálido y sin pelo en su cuerpo, ni una sola ceja era visible en esa pequeña criatura, sus facciones eran humanas, no muy distintas a la de un niño como Santiago, pero su mirada a través de esos ojos negros se traducía en la de un adulto muy perspicaz, su desnudez completa le mostró a Santiago lo asexuado del extraño ser que ahora estaba parado frente a él.

-Debes tener algo de hambre, ya deberías haber comido ¿no es así? Preguntó cordialmente la criatura ante la mirada atónita de Santiago, no podía creer lo que sus ojos le proyectaban pero al mismo tiempo una parte de su adolorida cabeza le trataba de dar sentido a toda la situación. -¿Quién eres?, ¿Qué eres?, ¿Qué haces aquí? Preguntó de manera frenética el niño a la criatura.

-Muchas preguntas, no se si tenga respuesta para todas ellas. Dijo sarcásticamente la criatura. –Si me llamas del algún modo has de llamarme Mogamú, en cuanto a tu segunda pregunta, no tengo una respuesta que puedas entender por el momento, y respecto a tu tercera pregunta, estoy aquí porque escuché tus gritos y vine a hacer un poco de compañía, creo que la que tienes a un lado no te es de mucha utilidad ¿o sí?. Mogamú reía mientras pronunció esto último, no parecía amenazante pero aún así Santiago temblaba y sentía por su cuerpo una sensación fría con cada palabra que la criatura hacía.

-¿Me harás algo?. Le preguntó temerosamente Santiago. – Si quisiera hacerte daño alguno  ya lo habría echo. Le respondió sin titubeo Mogamú –Simplemente estoy aquí para hacerte compañía, ya te lo he dicho.

-¿Puedes sacarme de aquí? Necesito sacar a mi amigo y curar mi pierna, me duele mucho. Dijo Santiago, los ojos de Mogamú se entrecerraron y una gran sonrisa abarcó gran parte de su rostro, -Si pudiera sacarte de aquí significaría que yo también puedo salir, y no estaría aquí en primer lugar ¿no crees?. La criatura reía a carcajadas mientras se acercaba al cuerpo de Pablo. -¡Aléjate! No te quiero cerca de Pablo, no te quiero cerca de mí, no voy a dejar que te burles de mí.

La criatura dejó de carcajearse pero su sonrisa no desapareció del todo, -Me iré por un rato, pero ya me necesitarás después, esa hambre que tienes va en aumento y yo tengo la solución a eso, háblame si necesitas mi compañía. Después de decir lo anterior, Mogamú volvió a desaparecer entre las sombras dejando otra vez sólo a Santiago.

Las horas pasaron y el dolor de su pierna había disminuido, no era una buena señal de seguro pues ésta había adquirido un color grisáceo, pero lo que más le importaba en esos momentos a Santiago era el hambre que cada vez se notaba más, por fortuna tenía un poco de agua procedente de los charcos, no era muy confiable pero le ayudaría a no deshidratarse mientras pensaba como salir de ahí; esa noche trató de dormir, en su mente se manifestaba la imagen de su madre y más que una preocupación sintió ganas de verle y abrazarle.

Ya daba el mediodía del siguiente día y los rayos solares entraban en aquella cueva mientras Santiago yacía mirando fijamente a Pablo, en sus ojos se notaba una gran hambre y aparentemente la pierna había empezado a infectarse, dándole un aspecto demacrado y pálido, el pobre niño supo que tendría que recurrir a Mogamú si es que quería comer algo.

-Mogamú, ¿me oyes?. Preguntó al viento el niño.

-Siempre te escucho, nunca me encuentro demasiado lejos de ti muchacho. Respondió en un tono simplón la criatura. -Ya no puedes más con el hambre si no me equivoco.

-Puedo con ella ¡A que sí!, sólo que me vendría bien algo para apaciguar un poco mi estomago. Le dijo el chico con una voz retadora. -¿Podrías darme algo de lo que tu comes? Digo… ¿te alimentas de algo verdad?

-¡Claro que me alimento! Le respondió soberbiamente Mogamú. –Pero no te he de alimentar hasta que vea que te es completamente necesario, no te desesperes, todo lleva tiempo, de seguro te arrepientes de no acabarte el tazón que tu sensual madre te sirvió ¿o me equivoco?

-¿Qué has dicho? Preguntó tajantemente Santiago. Su mirada penetró en la oscuridad y pudo ver a Mogamú frente a el acercándose.

-Tu madre, una delicia verdaderamente, no entiendo como puedes ignorarla cuando la tienes cerca, ¿me negarás que la has deseado más de una vez?

-¡Qué asco me da lo que dices! ¿Cómo puedes insinuar tal perversidad? Amo a mi madre y nunca la vería de una manera tan enferma. El chico se paró decidido a moler a golpes a la criatura pero su pierna una vez más se venció y Santiago cayó al suelo gritando de dolor, la pierna había vuelto a dolerle como la primera vez.

-Te conozco mejor de lo que tu crees.

-¡Lárgate! Gritó el chico con gran dolor ante la mirada burlona de Mogamú. –Me iré, te dejaré pensando un poco, volveré cuando vea que no puedes más con tu hambre ¿te parece?. Respondió Mogamú y reía de una manera que insinuaba burla, se alejó y desapareció en la penumbra nuevamente.

Santiago estaba realmente incomodo con las insinuaciones que le había echo Mogamú, nunca se había puesto a pensar en su madre de tal manera, no negaba que fuera realmente hermosa, pero por Dios ¡Era su madre! Se sentía asqueado tan sólo de pensar en la posibilidad de verla como algo más. El dolor en su pierna se hizo tan grande que poco a poco fue perdiendo la conciencia hasta desmayarse.

Habían pasado tres días, nunca había pasado tanto tiempo sin comer, el agua se había acabado desde hace horas y su pierna había vuelto a entumirse, Mogamú no había aparecido desde su discusión con Santiago, éste se limitaba a abrazar el cuerpo de su amigo cuando se sentía desolado. Su hambre era insoportable y por un momento pasó por su mente algo horrible.

-A que darías lo que fuera por pegarle un mordisco a Pablo ¿Estoy en lo correcto? No me vas a negar que aún su carne cruda puede parecerte un manjar después de estos días. Dijo la voz de Mogamú entre la oscuridad.

-¡Nunca! Es mi mejor amigo.

-Era, ya sólo queda un cascarón que fácilmente puedes tomar sin pedir permiso.

-¡No puedo más! Hijo de puta tu me has causado esto, estoy seguro que de alguna manera has conseguido que ese maldito niño nos aventara al pozo para tu diversión. Gritaba Santiago con lagrimas saliendo de sus irritados ojos, -¿Por qué lo has hecho? ¿Por qué, por qué?

Mogamú se dejó ver, en su cabeza ya era visible un poco de pelo castaño y sus cejas comenzaban a poblarse de manera difusa, éste reía a carcajadas y aplaudía enérgicamente. –Con que crees que has adivinado todo ¿verdad? Cuando te conocí te dije que no entenderías qué era yo por el momento, pero creo que ya estas listo para saberlo.

-¡Dímelo maldito, dímelo!

-Como tu quieras Santiago. Mogamú cesó de reír y adoptó por primera vez una postura más seria. –Ponte cómodo, es hora de matar tu pequeño mundito, bastardo.

Mogamú se sentó sobre Pablo para sorpresa de Santiago, quien ya no tenía muchas fuerzas para hacer que se parara de ahí, su mente era un mar de ideas y recuerdos vagos. Un fuerte dolor de cabeza se apoderó de él y supo que no le quedaba más remedio que escuchar lo que la criatura tenía que decir.

-Creo que te has ganado el derecho de saberlo, yo fui quien los arrojó al pozo, yo maté a Pablo, yo soy el que tuve deseos sexuales con tu madre, tu deliciosa madre, soy el chico que te lastimaba y dejaba cicatrices en tu cuerpo, yo soy tu hambre, tu enojo, tu miedo, tu confusión, soy todo lo que tú no puedes ser por cobardía, ¡yo soy tú!

Santiago sentía un vacío helado en su estomago, su piel se había puesto como de gallina y sintió un fuerte mareo, no entendía lo que Mogamú decía, pero sí que lo entendía. Una parte de él se negaba a aceptar el echo de que Mogamú era sólo parte de su imaginación. –¿Tú sólo eres parte de mi imaginación?

-¿De tu imaginación? Por favor, la imaginación no mata gente ni provoca querer fornicar con tu madre, yo nací el día que tu decidiste aislarte del mundo aterrado por las perversidades que tu mente producía, el día que tu padre murió, producto de tu arranque de ira, dejando a tu madre sola para ti, ¡recuérdalo! ¡Cojones, recuérdalo! Mogamú reía mientras veía como la cara de Santiago palidecía más de lo que ya estaba al saber que él mismo había asesinado a su padre, pero… ¿a su mejor amigo?

-Me tomas el pelo. Dijo llorando Santiago, -Claramente observé que un chico nos arrojó.

-Tu mismo proyectaste esa visión para lavarte las manos, para negar tus intenciones, para negarme, después de todo, soy la parte de ti que dejaste encerrada hace años, tenía que salir de algún modo, éste fue la única forma que encontré, tu madre lo ignora y cree que te estas volviendo loco, pero ¡no señor! No estamos locos, tu madre nos necesitaba con ella, tu padre era un estorbo y lo sabes, admítelo Santiago, soy lo único que alguna vez te dio satisfacción.

El pobre chico lloraba desconsoladamente y Mogamú reía cada vez más fuerte. –Te daré la fuerza para salir de aquí muchacho, tómala de tu amigo muerto, sólo un pedazo y tendrás la fortaleza de salir de aquí y llegar con tu madre. –No puedo. Dijo desconsolado el chico, -Es mi amigo, yo no quiero comerlo.

-¡Es matar o morir chico, o en este caso, rematar o morir! Mogamú reía e invitaba al chico a comer de su amigo para salir.

-Prométeme que si lo hago desaparecerás y me dejarás en paz, ¡promételo!

-Cómelo, verás que no necesitarás de mi si lo haces.

-¡Promételo!

-Lo prometo. Mogamú dejó de reír completamente y su voz se hizo más ronca mientras desaparecía entre las sombras por última vez.

Santiago se abalanzó hacia el cuerpo de Pablo, su cuerpo estaba hinchado pero eso a él no le importaba, sólo quería salir de ahí y olvidar todo lo que había pasado, después de todo ya lo había echo en el pasado. Pegó un mordisco a la espalda del cadáver, luego otro y otro, lloraba mientras masticaba pero no dudó en seguir masticando, cuando quedó saciado se tiró al suelo y gimió destrozado al saber que había hecho algo horrible, lloró hasta que se quedó dormido de cansancio. No tuvo sueño alguno.

Despertó, la luz golpeaba sus ojos de lleno, pero no era la cueva, era diferente, se encontraba en su casa, estaba acostado en su cama con la pierna amputada y su madre se encontraba a su lado observándolo con gran tristeza.

-Mi pobre niño, ya estas en casa, no te preocupes, todo va a estar bien. Le dijo su madre con lagrimas en los ojos.

-¿Qué pasó mamá? Preguntó Santiago verdaderamente confundido.

-¿No recuerdas nada? Su madre se encontraba extrañada y asustada pero en sus cristalinos ojos se asomaba una chispa de alegría al saber que su hijo no recordaba nada de lo acontecido. Se acercó a su hijo y lo abrazó con fuerza. Santiago respondió el abrazo pero sentía algo diferente hacia su madre, era como si necesitara tenerla en sus brazos por siempre, se mantuvieron abrazados durante varios minutos y después su madre se separó de él, le dio un beso en la mejilla y se retiró del cuarto.

-Estaré en la otra habitación mi niño, si necesitas algo dímelo.

-Gracias mamá.

El niño veía la pared con incertidumbre tratando de recordar lo ocurrido, todo estaba en blanco. De pronto sintió como su cabeza comenzaba a dolerle, subía de intensidad a cada segundo.

Cerró los ojos con fuerza y a su mente vino una palabra extraña: ¡Mogamú!




lunes, 20 de febrero de 2012

¡Yirón, una nueva historia fantástica!

¡Señores! Es un gusto para nosotros presentarles esta excelente historia, opera prima (al menos impresa) de la joven escritora Andrea Julián. Yirón nos sumerge en una historia tanto fantástica como real en la que los personajes nos van contando acerca tanto de misterios como del folclor que la humanidad tiene sobre sucesos mitológicos y nos plantean la pregunta: ¿que pasaría si todo eso no fuera ficción?. No les cuento más porque aquí les tengo nada más y nada menos que un fragmento del libro.

Así es señores, ya existe un libro el cual pueden adquirir aquí mismo en el blog de RORISMO, lo único que tienen que hacer es mandarnos un correo a rorismo@gmail.com con sus datos (nombre, correo electrónico y ciudad), agregar como asunto Libro Yirón y nos pondremos en contacto con ustedes automáticamente para que tengan el libro de Yirón, a tan sólo 180 pesos!

Es un honor que escritores talentosos, nuevos y emprendedores salgan a la luz día con día y es por eso que abrimos este espacio en Rorismo para que ustedes puedan conocer sus obras y que poco a poco promovamos algo tan bueno como lo es la lectura.

Sin más preámbulos, ¡los dejamos con el prólogo y los primeros dos capítulos de Yirón!
¡Que los disfruten!
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Yirón



Plogo



Por el Dr. graham ColD


Si hace cuatro años alguien me hubiera contado los eventos que suceden en esta historia sin lugar a dudas le habría tachado de loco. En todos mis años de arqueólogo nunca habría imaginado encontrar algo así, ni siquiera cuando me uní al CIMET (Centro de Investigación Metafísico y de lo Trascendental).
Por cientos de años las personas hemos vivido con una venda en  los ojos, ignorantes y demasiado soberbios como para pensar que no somos más que polvo en toda la creación. El CIMET ha intentado  cambiar esta situación. Desde los tiempos del renacimiento nos hemos encargado de dar segui- miento a todas esas criaturas  que satanizamos o pasamos por alto, pero nunca habíamos tenido un hallazgo como este.
Sabíamos que en algún momento de la historia el mundo estuvo poblado por lo que conocemos como seres mi- tológicos, pero nunca supimos que fue de ellos. Si bien aún quedan unos cuantos viviendo entre nosotros, la mayoría pa- recía haberse extinguido, hasta ahora.
Yo creo que la suerte hizo que me topara con aquel aristócrata del siglo XVIII en medio siglo XXI. Apenas lo vi en ese bistró, supe que algo no era normal en él. A pesar de su apariencia mundana, tenía una energía muy diferente a la que jamás había visto en un ser humano. Le seguí durante meses y cuando estaba seguro de que le había perdido el rastro, se apareció una noche en mi oficina. A simple vista parecía un joven de no más de veintitrés años, con su pantalón de mezclilla y su camisa polo, pero apenas comenzó a hablar me quedé impresionado. Sólo diré que es el joven más educado con el que jamás haya hablado; todo un miembro de la nobleza clásica.

Para la corta edad que aparentaba, era sumamente precavido y antes de contarme nada, me pidió que le dijera todo lo que yo sabía, que a decir verdad, no era mucho. Lo poco que le pude decir fue acerca de lo habíamos descubierto hacía algunos meses en Yucatán. Uno de nuestros equipos se topó accidentalmente con un cementerio enterrado por la selva. El descubrimiento era algo sin precedentes. No sólo encontramos lanzas mayas de obsidiana con no más de diez años de edad, sino que además había armas de origen celta y egipcio; todas prácticamente nuevas, sin embargo elaboradas con la maestría de hace miles de años. Junto con estas armas encontramos esqueletos de animales que creíamos extintos y otros tantos de los que jamás habíamos tenido noticias.
Mi invitado me miró fijamente unos instantes, y cuando finalmente habló me tomaron por sorpresa sus pala- bras. No me aclaró que fue lo que encontramos en Yucatán, sino que  me respondió con una pregunta acerca de rubíes. No supe que responder.
Mi interlocutor se dio cuenta que no había sido muy específico y reformuló su pregunta. Me contó que había exis- tido un rubí único en su clase y él sabía que mi empresa tenía un archivo sobre una piedra de características muy similares. Prometió darme todas las respuestas que yo quería, a cambio de que le dijera lo que yo sabía sobre esa gema.
La piedra a la que él se refería existía efectivamente, al menos en unos manuscritos encontrados en un monasterio abandonado. Dentro de ella se encontraba  la Esencia, uno de los cuatro quid del universo. Los manuscritos indicaban que había otros tres objetos mundanos que encerraban a los quid restantes; Tiempo, Espacio y Karma. El joven  parecía realmente sorprendido de que yo le explicara todo esto, no por el hecho de que lo supiera, sino más bien porque era algo que él desconocía.
Se levantó de su silla y caminó por todo mi estudio, deteniéndose en mi librero, tomó un ejemplar del Conde de Montecristo y lo hojeó al tiempo que volvía a sentarse frente a mí. Su expresión se volvió grave y me confesó que no hacía mucho había encontrado un extraño libro que a lo mejor era parte de los quid.
Antes de contarme su encuentro con el libro, cumplió su parte del trato y aclaró todas las dudas que tenía. Se presentó a mismo, pidiendo mil disculpas por su falta de educación. Lo primero que me dijo fue que no me dejara engañar por su apariencia. Me dio el nombre de Nick Farrah, que más tarde descubrí que no era más que un alias. Para poder presentarse adecuadamente me confesó que tendría que mezclar su historia con la del lugar del que venía, cosa que no me molestó en lo absoluto.
Durante todo el discurso de Farrah yo no hice nin- guna pregunta, de algún modo él sabía exactamente lo que quería saber y si  me brotaba alguna duda, inmediatamente la aclaraba antes de que yo se la dijera, como si supiera de antemano mis pensamientos.
Los restos que encontramos en Yucatán pertenecían a las civilizaciones que tanto tiempo habíamos buscado y la razón por la que nunca pudimos dar con ellas era que no es- taban en el planeta. Lo había abandonado hacía miles de años y ahora vivían en un planeta llamado Kundralón a cientos de años luz de la Tierra. ¡Pueden imaginárselo! Todo este tiempo criticando a la humanidad por su falta de visión, cuando yo mismo tenía una venda que no me dejaba ver la verdad.
Nick continuó contándome sobre el extraño libro. Por azares del destino, me resaltó, las historias de Yucatán y la de su pequeño descubrimiento  se entrelazaban, lo que le daría más agilidad a la noche. Antes de comenzar serví algo de para poder aguantar la noche, que parecía iba a ser larga.
Todo lo que me lo hizo con las mismas palabras que usó el libro, sin agregar ningún juicio de valor ni nada. Desde que comenzó Nick me atrapó con su historia. Cada palabra la pronunciaba con  elegancia, hablando un inglés perfectoa pesar del acento francés que se dejaba asomar cuando se emocionaba. Hacía pequeñas pausas de vez en cuando para recordar todo con la mayor precisión posible y hacer énfasis en los momentos indicados.
Les dejo, mis lectores, lo que este extraño joven me contó esa noche; la noche que mi vida dio un vuelco.




Graham Cold 



Tomó el libro polvoriento de la repisa de arriba. No sabía muy bien por qué de entre todos los libros, precisamente ése había captado su atención. Las amarillentas páginas estaban completamente en blanco, sin embargo lo continuó hojeando por un buen rato.
Al momento de pasar una de las páginas se cortó el dedo y unas gotas de color rojo pintaron al viejo papel. Chupó la sangre de la herida y cuando volvió la vista al libro se dio cuenta que unas cuantas gotas habían escurrido por la hoja. Parecía como si el papel hubiera absorbido la sangre y en su lugar comenzaron a aparecer palabras. Asombrado comenzó a cambiar de página descubriendo que todas estaban escritas por una tinta color rojo oscuro. Hojeó rápidamente hasta la primera página y llevado por la curiosidad comenzó a leer…

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                  CaPítulo I Presagios


Por las calles de la capital de Sircia, desfilaba el orgulloso ejército Imperial, con los estandartes al aire, las cabezas arriba, y la alegría en el rostro. La guerra había terminado hacia no más de un mes y el triunfo se obtuvo cuando menos se esperaba gracias a la valentía de Laurier
, un oficial que, hecho preso, consiguió burlar a sus captores y  alcanzó a escuchar cierta conversación que costó la victoria al ejército de Mustafá, ex-Gran visir.
Tras la victoria, las tropas del Rey empezaron a buscar a los traidores que sobrevivieron, matándolos uno por uno, sin piedad. Si  alguien trataba de protegerlos, era condenado a muerte de la forma más humillante posible: el patíbulo.
Descartando las ejecuciones que se llevaban a cabo por montones en todo el país, la paz había vuelto a la vida de los Sircenses, después de veinte años de lucha para mantener la libertad de expresión, la igualdad, y sobre todo la corona sobre la cabeza de Eduardo VII.
Las semanas siguientes  a la victoria, se hacían fiestas en honor a los valientes que se arriesgaron, especialmente al ma- riscal Leonardo Debón Marqués de Arçon. Leonardo se ganó el afecto del pueblo al liderar las tropas en el asalto final, dejando en segundo plano a otros soldados que arriesgaron más en batalla, como Laurier.
A diferencia de Laurier, que sólo recibió una fiesta entre sus camaradas y el puesto de Teniente, el marqués era honrado con homenajes y festines. Incluso hubo quienes insistieron en hacer una estatua en su honor.
Pero todos pasaron por alto que la rueda de la fortuna da vuelta inesperadamente. Confiados de la muerte de Mustafá y de sus más fieles vasallos, no pasó mucho antes de que se dejaran las precauciones de lado, sin sospechar del peligro que acechaba en las sombras.

 La catástrofe empezó a la hora menos esperada, y por obviedad la más lógica. Eran las nueve de la noche, y la fiesta que se daba en palacio apenas entraba a su auge. El salón principal se encontraba sumergido en torrentes de alegría, gritos y risas. El recinto demostraba opulencia, con telas de damasco colgadas de las paredes, bellas alfombras de telas exóticas y candelabros de oro con pequeñas cápsulas llenas de una materia vaporosa que bañaba la estancia con una luz amarillenta.
La música era interpretada por la famosa Orquesta de Barshar, reconocida y admirada por sus piezas. Los violines y las violas eran tocados por dríades y ninfas; violonchelos y contrabajos dejaban escuchar sus notas gracias a un grupo de fantasmas; gnomos y enanos se dedicaban a los metales; Las maderas eran hábilmente tocadas por elfos y centauros; el arpa sonaba en los finos dedos de una sirena de cola dorada mientras que una elfo de cabellos plateados tocaba su lira; finalmente el piano y los instrumentos de percusión es- taban bajo la responsabilidad de un grupo de gárgolas. Todo aquello, bajo la dirección de un viejo oráculo, daba un toque mágico a la noche.
La mesa del banquete igualaba en esplendor a la música. Había enormes fuentes con filetes, pechugas, pucheros y cremas; entre éstas se  habían colocado pequeñas bandejas con quesos y vinos. La mesa de los postres estaba aparte y lucía repleta de merengues, pasteles, sorbetes y flanes.
Tan opípara comida y excelsa música eran en honor al Marqués de Arçon. Fino y gallardo hombre de treinta y cinco años, aterciopelados cabellos rubios, con un frondoso bigote que surcaba su rostro, de un blanco níveo; sus orejas pequeñas y delicadas, sufrían continuamente el asedio de sus pellizcos, maña del Mariscal para que estuvieran siempre encarnadas. Era, pues, la representación misma del Narciso, muy para re- celo de este último, que se encontraba  entre los presentes.
A las diez de la noche  todos se acercaron a la mesa. Antes de que alguien probara bocado, un rugido semejante a un volcán se dejó oír causando el silencio general. A lo lejos un destello brilló y un centenar de fuegos artificiales colmó al cielo con sus resplandores multicolores y fosforescentes que tomaron la forma de cuatro dragones. Después de dar un fascinante vuelo sobre la ciudad, se unieron para  formar un dragón todavía más grande, que, después de sobrevolar el  palacio, subió al firmamento y desapareció en una lluvia de chispas.
El silencio causado por el primer estruendo se transformó en aplausos ante tan bello espectáculo; la música volvió a so- nar, los convidados comenzaron a hablar y volvieron gustosos a la cena inconclusa, hablando y bebiendo al mismo tiempo. Entre acordes y tintineos de plata y cristalería, nadie se perca- de un joven oficial que presuroso cruzó la sala, se dirigió a la mesa principal y se acercó al Capitán Khan que se encontraba  a lado de la silla de Eduardo VII. Se trataba del recién ascen- dido Teniente Bartholomeo Laurier.
El Capitán Khan, después de recibir las palabras de Lau- rier, se dirigió disimuladamente al Rey, quien cambió súbitamente de color tras escuchar el informe y sólo asintió con la cabeza. Minutos después ambos militares salieron de la sala y una vez en el patio de armas, cuando consideraron estar fuera del alcance de oídos indiscretos, Khan pidió detalles a su guía:
—Laurier, ¿Qué fue lo que sucedió con exactitud?
—No tengo pormenores Capitán. —Contestó el joven, viendo que se acercaba un mozo de cuadra—. Simplemente le requieren en la alhóndiga.
—No le necesito por ahora, gracias. —Dijo el Capitán di- rigiéndose al mozo que se había acercado con intenciones de ofrecer sus cabalgaduras a los caballeros.
—¿Quién está de guardia? —continuó el Capitán, una vez en la calle.
—Rodentwar, señor.
Cruzaron la Explanada de Carlos XX y subieron por la avenida principal. Continuaron tres bloques más y llegaron a la Sacra Alameda, donde se encontraba la Alhóndiga de San Sivel. La alameda estaba oscura, las copas de los árboles no permitían la entrada del mínimo rayo de luna y los faroles soltaban tenues brillos titilantes, dando un aspecto siniestro al lugar.
Como medida de precaución, el Teniente llevó la mano a la  culata  de su pistola y se aseguró que nada le estorbase por si era necesario desenvainar la espada. El Capitán, por su parte, pese a ser él mismo un arma mortal, ya que bajo su for- ma humana escondía una identidad sumamente mortífera, se aseguró que nada le estorbara al tomar el pomo de la espada.
Continuaron por la alameda, con mucha más precaución que al principio, observando cada sombra, prestando atención a cada ruido. Iban a mitad del camino cuando un resplandor rojizo llamó su atención. La enorme puerta de roble de la Al- hóndiga de San Sivel, ardía en llamas.

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La Alhóndiga de San Sivel era una pieza histórica de Sircia. Fundada a finales del siglo XVI por el cardenal Xavier de Sivel; ilustre hombre, que si bien fue alabado por sus amigos, fue temido más que odiado por sus enemigos, a los que encerraba en las mazmorras que mandó incluir en el complejo expresamente para tan oscuro propósito; aparte de eso, la alhóndiga era su humilde morada. Al morir el Cardenal, y no haber ningún heredero, el edificio quedó desierto, permaneciendo como única prueba de que alguna vez estuvo habitada, los huesos de los prisione- ros que se guardaban en las mazmorras.
Estando el lugar deshabitado pronto todas sus galerías y habitaciones se llenaron de alimañas, reinando entre to- das, los Pukas. Estos pequeños seres pronto se deshicieron  del resto de las criaturas que habitaban en la mansión y se volvieron los amos y señores de las ruinas.
A finales del siglo XVIII, el rey Eduardo VII subió al trono y  empezó una remodelación de la ciudad entera. Mandó enjarrar y  reconstruir edificios y dedicó más de año y medio en reparar la ruinosa casa de Sivel. No ha- llando que hacer con la titánica construcción, la pusieron en subasta.
Cientos de aristócratas, asistieron a la fecha fijada con el mismo objetivo: ganar una casa que normalmente  les cos- taría una fortuna, por un módico precio. La ganadora fue la Marquesa de Pernall, caritativa mujer que convirtió la casa de Sivel en una casa hogar. Así pasó a ser, “El Refugió de Santa Pernall”. Tres años después, la Marquesa tuvo que cerrar su orfanato; quedando De Sivel, nuevamente deshabitada.
Después, a inicios del siglo XIX, con la guerra civil de los veinte años surgió la necesidad de armas y municiones a granel, y con ella la necesidad de almacenes. En un prin- cipio se utilizaron los cuarteles, pero pronto se llenaron y aparte eran un lugar inseguro para tantas armas, así que tuvieron que buscar otro lugar. Se comenzó a guardar el armamento en búnkeres y almacenes subterráneos, hasta que finalmente alguien recordó al Cardenal Sivel y sugirió su vieja casa como una opción.
La fortaleza resultó ser perfecta; sus cámaras eran am- plias, secas y frescas, justo lo necesario para guardar armas y pólvora. Así, después de tapiar ventanas y puertas inne- cesarias, el orfanato de Santa Pernall cambió su nombre por el de La Alhóndiga de San Sivel.

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Aun sabiendo el contenido del complejo y las consecuen- cias que podría acarrear una explosión, los dos soldados sólo apuraron el paso un poco. En la verja de entrada, un par de soldados hacían la guardia acompañados por un par de nagas. Las enormes serpientes dejaban pasar a hombres y toda clase de criaturas cargando cubetas de agua, mangueras y tinas.
Los soldados les salieron al encuentro y el par de nagas se prepararon para abalanzarse sobre ellos, pero una voz estri- dente los detuvo en el acto. 
—Capitán Khan, Bartholomeo, que alivió que hayan lle- gado. —Dijo el Cabo mientras se trataba de limpiar las ceni- zas del cabello rojizo.
—Rodentwar, su reporte. —Demandó el Capitán.
—Capitán, alguien ha hecho explotar la puerta de la al- hóndiga.  Se ha intentado encontrar evidencia, pero no hay nada. En los almacenes todo está completo, todo el papeleo de la oficina parece intacto… No por qué razón la hicieron estallar; no hay muertos, sólo tres heridos que pasaban cerca al momento de la detonación.
—¿Sabe de dónde salieron los fuegos artificiales?
—No Señor, los vimos, pero pensamos que eran parte de la celebración.
—Pues no lo eran; nadie ordenó tal cosa, incluso Su Ma- jestad estaba atónito.
—¿Capitán?
—¿Sí Teniente?
—Si me permite opinar, la única explicación lógica que existe es que este percance sólo ha sido un señuelo...
—Continúe. —Dijo su superior.
—El verdadero blanco debe ser alguien que esté a mayor escala; por ejemplo, el responsable de la caída de Mustafá…
—¿Se refiere al Marqués? pero eso no es posible, el Marqués es inalcanzable mientras se encuentre en el salón —dijo Rodentwar.
—Lo sé, pero el Marqués se retira temprano de toda fiesta a la que va.
—Tal vez por ser la fiesta en su honor decida quedarse.
—No lo creo, —dijo el Capitán—, además, no quiero co- rrer riesgos. Luciano, acompáñeme a la alhóndiga, quiero ins- peccionarla por cuenta propia; Teniente, tome diez hombres y marche a custodiar al Marqués.
Laurier se despidió y cruzó la verja, para después salir al mando de diez caibcanos bien armados, a los que condujo a través de la alameda, seguido por las miradas de los otros dos. Cuando Laurier hubo desaparecido en la oscuridad de la noche, Cabo y Capitán entraron en el complejo, mientras que los soldados que habían interceptado al Teniente y al Capitán volvían a su sitio.
Registraron sala por sala, bóveda por bóveda. Después de tres  extenuantes horas sin encontrar problemas decidie- ron regresar al palacio LaPalace, para relevar en su guardia al Teniente. Dejaron treinta hombres a cargo de la alhóndiga, mientras que ellos se llevaron quince.
Llegaron al patio de armas de LaPalace a las tres de la ma- drugada. La fiesta había llegado a su fin y un silencio sepulcral cubría el lugar; y de pronto, rompiendo el manto del sosiego nocturno, una detonación se dejó oír.





CaPítulo II

osCuro PorvenIr



Cuando el Teniente entró al gran salón, se enteró de que, efectivamente, el Marqués se había retirado a sus aposentos, así que no  le quedó de otra más que ir a buscarlo y rogar porque no fuera demasiado tarde. Las habitaciones  de Arçon se encontraban en el ala oeste del palacio, retiradas del salón principal y del patio de armas por corredores y habitaciones.
Al llegar al aposento de Arçon, se presentó ante el adormilado paje que entreabrió la puerta. Al saber que se trataba del Teniente de caibcanos de Su Majestad, el paje le hizo pasar al recibidor donde lo instaló mientras iba a anunciarle ante el Marqués, quien se encontraba con una joven y bella dama de piel blanquecina, con la cual charlaba animadamente en un sofá. Al lado tenían una tetera y un par de tazas.
—Monsieur, —dijo el paje inclinándose— el Teniente de la guardia caibcana de Su Majestad le busca.
—Muy bien… y dígame ¿ha habido noticias de mi esposa?
—Sí Señor, llega mañana por la mañana.
—Muy bien… Haga pasar al Teniente.
El paje se retiró y regresó acompañado del joven con som- brero en mano.
—Retírese. —Ordenó Arçon a su siervo—  ¡Vaya! Pero que veo, Bartholomeo Laurier, —dijo dirigiéndose al Teniente— justo de quien le hablaba a madame Albricht. Dígame qué le trae por acá caballero.
—Buenas noches Mariscal, lamento interrumpirle, no sa- bía que tenía compañía, pero vengo con órdenes de custodia.
—¿Custodia?
—El Capitán Khan tiene sus motivos para sospechar que se atenta algo contra su persona.
—No veo razón para ello… pero está bien, el viejo Khan siempre sabe lo que hace. —contestó el aristócrata.
—Bien, sólo quería enterarle. Ahora, si no le molesta estaré en el corredor, si algo se le ofrece, no dude en llamarme y si le parece, cuando la dama se marche, —continuó el Tenien- te haciendo una inclinación de cabeza a la mujer—, pasaré a hacer guardia a la estancia. —Terminó diciendo mientras volteaba al balcón que tenía la puerta abierta de par en par—. Y si su esposa llega, con gusto mandaré a una escolta por ella. Esto último lo dijo sólo para ver la reacción del Marqués y su acompañante pero ninguno de los dos expresó nada.
—Muy bien Laurier, le veo tan decidido que es una pérdi- da de tiempo invitarlo a cenar, ¿no es así?
—Sí Señor. Provecho y con su permiso.
El Teniente hizo otra reverencia y salió a donde lo espe- raban sus hombres. A cinco los mandó a un extremo del co- rredor y al resto al lado opuesto, así estaría controlado quien entraba y quien salía. Él se quedó a lado de la puerta haciendo guardia.
Al Teniente no le agradaba mucho el Mariscal, porque so- lía exagerar sus hazañas creyéndose mejor que el resto sólo por ser rico y tener sangre élfica en sus venas.
Ya era de madrugada cuando la mujer salió y el Teniente, como había acordado, entró en la habitación que se encontra- ba sumida en la más profunda oscuridad y se alegró al com- probar que el Marqués había decidido irse a su habitación en lugar de pretender charlar con él.
Pasó el tiempo sin ningún acontecimiento interesante. Rendido,  el Teniente se tendió, cuan largo era, frente a la puerta. Acababa de cerrar los ojos, cuando sintió un agudo dolor en la espalda. Como activado por un resorte se incorpo- al tiempo que la puerta volvía a sacudirse.
Sabiendo que no aguantaría mucho, la atrancó con una silla y llamó insistentemente a la puerta del noble tratando de hacer el menor ruido posible, para evitar que le escuchara quien quiera que estuviese afuera. En cuanto la puerta se abrió se coló dentro, sorprendiéndose de encontrar al Marqués bien despierto y todavía vestido.

—Pero Teniente, ¿A qué se debe tanto alboroto?
—No hay tiempo de explicar, —dijo el joven—, tome su espada y una pistola, si es posible dos.
—¿Qué? —Respondió alarmado el Marqués al ver que el oficial deshacía su cama y se dirigía a la estancia con una ma- deja de edredones y cobijas.
El Teniente salió al balcón seguido de Arçon y se asomó para ver si había peligro; abajo había unos veinte hombres, to- dos armados y de casaca naranja tostado; el uniforme rebelde. Viendo su tentativa de escape frustrada, dejó las cobijas en el balcón y volvió a la estancia. Al tiempo que entraba, la puerta recibió otro golpe, y esta vez cedió.
—Rápido, detrás del sofá. —Gritó el Teniente, al tiempo que desenfundaba sus pistolas.
En el umbral de la puerta aparecieron  seis hombres, todos vistiendo la casaca color tinto de la guardia caibcana.
—¿Qué sucede aquí? —Gritó imperioso el Teniente Lau- rier.
—Lo siento, cambio de planes. —Replicó burlón un sol- dado de apellido Bastone, según recordaba Laurier.
Sin previo aviso el soldado dio un tiro que despojó a Lau- rier de su sombrero. El balazo de Bastone fue respondido por tres de mayor  precisión, dejando a dos hombres muertos y otro más herido gravemente. Sin hacerse esperar, Bastone em- bistió furibundo al Teniente, seguido de sus compañeros que fueron interceptados por el Marqués, que había conseguido hacerse de su espada.
La destreza y agilidad del joven Teniente agotaron rápida- mente a Bastone y Laurier, al atacarlo, golpeó certeramente un botón de la casaca, haciendo que su espada resbalara y penetrara limpiamente la garganta de su adversario.
Por su parte Arçon le había dado esquinazo a otro más. El traidor restante, al verse solo salió huyendo; el Teniente se proponía seguirlo, cuando el Marqués le detuvo.
—Teniente, ¿escucha usted pasos?
—Tiene razón. —Afirmó asomándose al balcón mientras desempolvaba su sombrero. Comprobó que los hombres que habían estado apostados bajo ellos se habían ido, excepto unos cuantos que hacían guardia—. Lo mejor será que nos marche- mos, no creo que esas botas sean de nosotros.
—Deberíamos cerciorarnos.
—Bien. Permanezca aquí, si oye tumulto y no he regresa- do, corra. —Advirtió y salió de la habitación.
Sigilosamente, el Teniente llegó a la esquina del pasillo, donde yacían los cuerpos de dos de sus subordinados. Usando la espada como espejo, pudo ver una decena de soldados, todos con casacas naranjas.
—¡No puede ser! Tengo que sacar al Mariscal de aquí. Con el  mayor  sigilo regresó a la habitación, con pocas
palabras enteró al Marqués y ambos salieron, emprendiendo
carrera en sentido opuesto al de sus perseguidores.
Desgraciadamente, al llegar al final del pasillo, ya les es- peraban otros diez hombres. Al intentar regresar se vieron cercados por ambos lados y a pesar de la desventaja en que se encontraban ante las decenas de adversarios, ambas espadas relucieron fuera de sus fundas en cuestión de segundos.
—Hagamos esto fácil, —dijo uno de los soldados—, si el Mariscal, su alteza de Arçon, accede a acompañarnos  pacífi- camente, al señorito Laurier no lo matamos y le damos una buena estocada para que pueda justificar el rapto de su alteza.
—Agradezco su altruismo, pero no soy digno de tal honor. En cambio si accede a cruzar su espada conmigo, gustoso le aceptaré e incluso lo mataré rápido, para que no sufra tanto.
—Dijo el Teniente haciendo una exagerada reverencia.
—Bien, como quiera, pero lamentará el día en el que entró al servicio.
—Y usted el día en el que nació, —contestó altanero Laurier, al tiempo que hacía una diestra pirueta con la espada.
—Eso me recuerda otra opción. Nos entrega al Marqués,
—declaró el Soldado, irritado por la frescura del Teniente, al tiempo  que jalaba un bulto hacia y lo encañonaba—, o la señorita Albricht ira expresamente a avisar su llegada al Tártaro.
—¡Camile! —Dijo Arçon dando un paso hacia el frente, al tiempo que Laurier apretaba indignado la empuñadura de su espada.
—¡Maldito entre los malditos!  Ya es indigno de un caba- llero acorralar con su tropa a dos hombres solitarios; pero es una bajeza chantajear con la vida de una dama. ¡En guardia!
—No Laurier —dijo el Marqués poniendo su fina mano sobre la fría espada del impetuoso joven.
—¿Qué? Pero Marqués… Mariscal… señor...
—Baje el arma. Es una orden —se limitó a decir el Maris- cal, después dio un paso al frente, tomó su espada, partió la hoja sobre su rodilla y lanzó los pedazos lejos de sí. El Tenien- te, más frío y menos melodramático, sólo enfundó la suya.
—¿Ve Laurier? La fuerza bruta no arregla las cosas, ya de- bería saber eso. ¿Por qué no puede ser más razonable? —Dijo el bellaco apuntando su arma al Marqués—. Ahora Mariscal háganos el honor de acompañarnos, y usted “Teniente” entre en el gabinete que está a su derecha, donde mis compañeros le amordazaran.
El Teniente, con la llama de la ira viva en los ojos, volteó rápida y discretamente en torno suyo, para después fijar sus penetrantes ojos grises en los de Arçon.
—Obedezca. —Fue la única respuesta de su superior.
En silencio, y algo decepcionado, el joven oficial giró sobre sus talones para dirigirse a su celda. No había dado siquiera dos pasos cuando, rápido como bólido, giró sobre y sacando su pistola asestó un tiro a la cuerda que sujetaba un cande- labro que pendía sobre ellos haciendo  que se desplomara y cayera sobre la mitad de la tropa. 
Al instante seis soldados le cortaron el acceso al Marqués, permitiendo a su jefe huir con él, la Condesa y varios soldados más como escolta. A pesar de la posición tan desfavorable en la que se encontraba, Laurier enfrentó a sus oponentes, de los cuales cayeron dos atravesados. Entre el resonar del acero se alcanzó a escuchar un murmullo que pronto se convirtió en el resonar de una multitud de botas.
—¡A caibcanos!  ¡A mí! —gritó Laurier mientras atra- vesaba a otro oponente, aliviado de que la ayuda llegara tan oportunamente.  Segundos después, el Capitán, seguido de Rodentwar y sus hombres, doblaron la esquina del corredor. Al verles, bien armados y frescos, los soldados restantes salie- ron a escape. Seguidos de cerca por Laurier.
—¡Teniente!
—¡Capitán, tienen al Marqués y a la Condesa! —Alcanzó a decir  el  joven, que en ese momento desaparecía tras una esquina.
—¡No se queden ahí parados! —Gritó el Capitán con un rugido ronco a sus soldados—. ¡Tras ellos!
Siguieron los pasos de los fugitivos y guiados por el ruido de armaduras y vasijas que los hombres tiraban para entorpe- cer el paso de sus cazadores, llegaron a una sala oblonga, don- de el Teniente yacía inmóvil. La espada le colgaba de la mano izquierda, que no hacía mucho había sido la responsable de varios pechos atravesados.
—Teniente, ¿Qué pasa?
—Capitán, han desaparecido, en la sala no hay más salida que la puerta por la que acaba de entrar. —contestó sofocado Laurier, al tiempo que enfundaba.
—¡Rápido! Registren el área; cada tapiz, tapete y cortina. Si hay algún pasadizo, ¡Tenemos que encontrarlo! —ordenó el Capitán.


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LaPalace era famoso por su arquitectura, sin embargo, las bellas escalinatas y columnas eran ofuscadas por la in- trincada serie de pasadizos que recorrían al palacio y a la ciudad misma. Este intrincado complejo había sido desa- rrollado por el aclamado  arquitecto Constantini de Fra- ggola.
El rey Francisco III, abuelo de Eduardo VII, se había casado con la duquesa Mara de Gorgón, del país vecino. Cabe destacar que Francisco se casó con ella por mera es- trategia, sin ningún aspecto sentimental. No pudiendo dis- frutar y menos amar la presencia de su mujer, descendiente directa de las gorgonas, mandó a Constantini construir un pasaje entre su habitación y la de su prima, una bella elfo de tez blanquecina y rubios cabellos.
Al rey le gustaron  los resultados y, caprichoso como era, mandó a Constantini construir una verdadera encrucijada bajo la ciudad, para  poder escapar en caso de revueltas. En cuanto a su mujer, murió misteriosamente dos meses después de su matrimonio y la prima fue desposada por Francisco una semana después. Pero volvamos a lo que nos atañe.

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Por más que buscaron tras tapices, bajaron posibles resor- tes y peinaron cada palmo de la habitación, no encontraron nada. Mientras, el Capitán interrogaba al Teniente.
—Uno era un soldado, que estoy seguro de haber visto en la guardia y los otros eran minotauros y faunos, creo, así que no me explico cómo desaparecieron tan rápido.
—Lo más seguro es que…
—¡Oh, si tuviera aquí a Constantini le atravesaría de una estocada! —vociferó Rodentwar interrumpiendo accidental- mente al Capitán.
—Tranquilo, no desespere... Luciano ¿Qué está pisando?
—Dijo el Capitán.
Bajo la bota del cabo había una baldosa, como era de espe- rarse, pero esta se veía en relieve con las demás, formando un pequeño desnivel.
—Levante la bota.
Al instante en el que Luciano Rodentwar se desprendió del suelo, las baldosas se separaron, dejando descubierta una escalinata.
—Bien hecho Cabo —le felicitó el Capitán Khan.
El Capitán bajó primero, seguido de Rodentwar y la tro- pa. Laurier cerraba la comitiva. Al no contar con algo que les alumbrase, iban a tientas, pendientes de cada sombra.
Subieron, bajaron, doblaron esquinas por lo que les pa- recieron horas. De pronto pisaron tierra húmeda y un pene- trante olor a algas y agua estancada invadió el aire. Conforme avanzaban por ese nuevo túnel  la oscuridad se tornaba en penumbra, lo que les permitió ver que se encontraban en las alcantarillas.
Sentían el batir de alas sobre su cabeza y el pasar de ratas sobre sus botas. Continuaron pegados a la pared, por la estrecha banqueta que corría a lo largo de ese único conducto y que terminaba en un río de aguas verdosas. Al llegar ahí, no les quedó más opción que adentrarse al afluente, que en algu- nos puntos les llegaba a la cintura. Avanzaron entre bancos de algas y ajolotes; ya veían el final del túnel cuando la sombra de una antorcha, que ardía en un pequeño nicho en la derecha, se proyectó sobre la pared vecina.
Al llegar frente al nicho vieron como la punta de una capa desaparecía en un boquete hecho en el techo del conducto, de donde pendía una escalera a la que uno de los Sargentos se precipitó en subir. Apenas hubo desaparecido se escuchó una detonación y el cuerpo del  soldado cayó estruendosamente sobre el agua; sin vida. Cuando el agua dejó de salpicar, volvió el mismo silencio sepulcral de antes.
Advertidos del peligro, se refugiaron en el conducto prin- cipal,  sólo quedó Rodentwar, quien lanzó una granada por el boquete. Al instante un humo denso de color plata bajó, dando la señal de que se podía subir. Rápidamente, todos los soldados llegaron a la superficie protegidos por el escudo que había activado Rodentwar. Ante ellos aparecía un hangar, vie- jo y casi en ruinas. Lo único que desentonaba con el lugar era una enorme nave de guerra que comenzaba a prender los motores de combustión plasmática.
Los tres fugitivos que se quedaron de guardia en la alcan- tarilla, al  ver que sus enemigos les aventajaban en número, decidieron correr a la nave que comenzaba a levantar la pla- taforma de acceso. Sólo lo logró el primero, el segundo fue abatido por la tropa del Capitán y el tercero fue herido en una pierna por Laurier.
Al ver el campo libre, trataron de alcanzar la nave para detenerla. Si Rodentwar lograba colocar un pequeño dispo- sitivo en la turbina de reacción cristálica, todo el sistema se colapsaría.  Así que, armado con el equipo necesario, montó en un deslizador de carga junto con el Capitán y pronto se encontraron planeando al lado de la nave que se dirigía a la pista de despegue.
Con la mano temblorosa, el Cabo comenzó a manipular el aparato. Cada vez la nave aumentaba más y más su velocidad, y de no activarlo antes de que despegara, todo habría sido en vano.
Se mecía con las manos su rebelde cabellera roja, mientras trataba de recordar la contraseña de acceso y la clave de orden.
—6-2-6-1-9-9-1 —Se repetía a mismo mientras sentía que se alejaban cada vez más de la turbina.
—¡Rápido Cabo, nos quedan menos de diez segundos! — Apuró el Capitán.
—¡Lo sé, Señor! —respondió Rodentwar mientras se se- caba el sudor—, pero los comandos no responden, Alguien o algo está interfiriendo con el funcionamiento del sistema, la sonda parece rastrear ondas telequinéticas!
—¡Luciano, tenemos que marcharnos, esta cosa nos hará volar en cualquier…!
No bien hubo terminado la frase, la turbina comenzó a emitir un zumbido y el hipervuelo dio inició. Poco a poco la vista del Capitán se fue desvaneciendo.


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—¡A un lado! Déjenlos respirar. —Se escuchó la imperiosa voz de Laurier.
—¿Teniente? —Interrogó el Capitán Khan que trataba de levantarse.
—Señor, los perdimos. Iniciaron hipervuelo antes de tiempo, para este momento se han de encontrar a varios años luz de aquí.
—¿Teniente, notó alguna energía telequinética?  —Preguntó el Capitán con mirada escudriñante.
—No…no… no señor. Bien sabe que ese tipo de campos son muy poco frecuentes.
—Bien. Interrogue a los prisioneros. Hay que averiguar a dónde  se  llevaron al Marqués. Contacte a la Federación Universal Galáctica  y a quien sea necesario; embajadores, traficantes, espías; cualquiera que sepa sobre la llegada de na- ves ilegales a cualquier sistema. Tome como  referencia que se trata de una nave de guerra; por lo que tienen  pensado viajar una larga distancia. Llame al general, a los ministros y a Su Majestad, tengo que darles el informe de la situación. Los demás, rápido, inspeccionen el perímetro. No estamos en nin- gún simulacro señores, estamos ante una bomba de tiempo que quien sabe cuál será el resultado de su explosión.


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Primera Edición, Julio 2011
D.R. © Andrea Magdalena Julián
Guadalajara, Jalisco, México.


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